domingo, 24 de agosto de 2025

El sol - La fusa


 

I

Eres del sol mensajero,

resplandor en mi destino,

faro divino y camino,

canto eterno y verdadero.

Tu fulgor noble y sincero

guía al alma que suspira,

y mi voz cuando te mira

se levanta en dulce canto;

eres cielo, amor y manto,

la razón que me respira.


II

Tu piel guarda la promesa

del misterio más sagrado,

como un fuego revelado

que al corazón enalteza.

En tus venas la belleza

corre cual río bendito,

y mi espíritu contrito

se arrodilla ante tu albor;

eres templo, voz y flor,

mi universo infinito.


III

Si sonríes, floreciente

tiembla el aire con tambores,

se despiertan los amores

del Edén resplandeciente.

Eres astro en occidente,

trono de la noche pura,

mi pasión se transfigura

cuando cruzas la pradera;

y en tu faz la primavera

vence toda desventura.


IV

Tus pisadas son estelas

que dibujan mi sendero,

eres viento verdadero

que alza en luz mis azucenas.

Yo me pierdo en las estrellas

de tu mirada divina,

y la aurora cristalina

se arrodilla ante tu ser;

en tu abrazo quiero ver

la eternidad que ilumina.


V

Si desciendes de la altura

mi dolor se desmorona,

pues tu voz, llama que entona,

resucita mi ternura.

Tu presencia me asegura

el descanso del viajero,

y en tu nombre verdadero

se corona mi esperanza;

mi vivir halla su danza

en tus brazos de lucero.


VI

Amado, llama encendida,

mi morada en este canto,

en tu amor renazco santo,

soy ceniza y soy vida.

Tú me elevas, me convida

a los cielos del poema,

y mi ser, cual diadema,

se ilumina en tu fulgor;

tú eres causa, luz y amor,

mi principio y mi emblema.

viernes, 22 de agosto de 2025

Todo color tiene su gris - La fusa










 

Lucrecia, la dama medieval - Todo color tiene su gris - La fusa






I
Cabalgaba la señora,
más veloz que el mismo viento,
y en su capa el movimiento
era un mar que se desflora.
La luna pálida implora,
mas su brillo se somete,
su espada lleva el ardiente
silbido de la serpiente,
y un gato negro vigila,
con los ojos de candila.

II
El corcel, sombra de abismo,
pisaba fuego en la tierra,
como relámpago en guerra
desgarrando el mismo abismo.
Ella, dueña del hechizo,
noche viva, noche entera,
pasa como primavera
de misterio y de negrura,
y su estampa en la espesura
va cantando su bandera.

III
En la alforja va el destino,
en sus labios va el conjuro,
y en el pecho un aire oscuro
late en compás divino.
De los cielos peregrino,
su galope va sellando
un presagio que va alzando,
con estrellas por testigo,
que la muerte va consigo
y la vida va cantando.

IV
Su capa vuela y flamea,
cruz de sombra y de tiniebla,
la campana de la niebla
dobla apenas la marea.
El felino centellea,
y su ronco ronroneo
es un cántico del reo,
del destino que se enciende;
su jinete no se ofende:
ella es juicio y ella es deseo.

V
El acero serpentino
sisea con cada corte,
lleva al demonio de escolte
por camino cristalino.
No hay castillo ni camino
que resista su carrera,
ni alma, ni cruz verdadera
que detenga su destino;
es del cielo un torbellino
y del infierno bandera.

VI
Juglar canta en la taberna,
la leyenda de la dama,
que a la luna deja en llama
y en la noche deja eterna.
Su figura nunca merma,
su galope es la canción,
su silueta, maldición,
y en su espada la serpiente
jura al tiempo y al presente
su reinado de pasión.

La fusa
Agosto/2025

 

sábado, 28 de junio de 2025

El aburrido soy yo

 El aburrido soy yo. Contado por mi padre


Mi hijo cree que soy aburrido.


Lo dijo por primera vez cuando tenía seis años. Lo recuerdo con precisión porque acababa de enseñarle a andar en bicicleta sin rueditas y, al llegar a casa, me senté con un libro de historia mientras él pedía que jugáramos a ser dinosaurios. Me miró como si le hubiera fallado. Cruzó los brazos, infló las mejillas y sentenció: “Papá, tú eres aburrido.”


Yo no dije nada. Solo sonreí y asentí, como hacen los padres que saben que ciertas batallas no deben pelearse de frente.


Pero ahora que él tiene diecisiete y yo muchos más, creo que es momento de contar mi versión de la historia.


Mi nombre es Marcos, y sí: soy aburrido. Al menos en la superficie. No bailo en bodas, no juego videojuegos, y mi idea de una noche emocionante incluye sopa caliente, una manta y un buen libro. Pero lo que mi hijo no sabe —y quizás nunca se lo dije— es que el aburrimiento fue una elección, no una condena.


Cuando tenía su edad, vivía para lo extraordinario. Viajé por Sudamérica con una mochila y una guitarra. Toqué en bandas, dormí en estaciones de tren, besé a una francesa en un carnaval en Bahía, y escribí poemas en servilletas de bares a medianoche. Fui todo menos aburrido. Pero un día, en un pueblo de montaña en Bolivia, vi a un hombre —un campesino, quizá de mi edad actual entonces— jugando a las escondidas con su hija bajo un aguacero. Se reían, empapados, como si el mundo no existiera más allá de ese momento.


Algo en mí cambió.


Decidí que quería ser ese hombre. El que se quedaba. El que elegía lo sencillo. Lo constante.


Así volví. Estudié, trabajé, me casé con tu madre. Te tuvimos a ti. Cambié la guitarra por reuniones de padres y el vino barato por café templado en tazas con dibujos tuyos.


¿Y sabes qué? Cada vez que te veía dormir, o cuando me pedías leer el mismo cuento por décima vez, o cuando llorabas porque el monstruo del armario había vuelto… sentía que había elegido bien.


A veces, la emoción está sobrevalorada. A veces, ser aburrido es la forma más valiente de amor.


Ahora tú estás en esa etapa: todo es rápido, urgente, lleno de ruido y cambios. Te entiendo. Yo también fui así. Pero, hijo, si alguna vez eliges ser “aburrido” como yo, hazlo sabiendo que no hay nada más rebelde que amar en silencio, cuidar sin pedir, y estar… incluso cuando el mundo entero te dice que deberías estar en otra parte.


Tal vez algún día tengas un hijo que diga que tú eres aburrido. Y tal vez te duela un poco, como a mí. Pero entonces, cuando él se duerma, y la casa quede en silencio, te mirarás al espejo y sonreirás.


Porque sabrás, como yo, que el aburrido… eras tú.


Y bendito sea.


viernes, 27 de junio de 2025

Canción: "El Ave y el Silencio"

 



Verso 1

Hay un ave y no hay nada aquí,

solo el viento que aprendió a escribir

tu nombre en cada sombra del jardín,

cuando el mundo aún latía por ti.


Verso 2

Tu voz se esconde en la luz del sol,

como un eco que no quiere partir.

Tus pasos viven bajo este crisol,

donde el tiempo dejó de seguir.


Coro

Padre, hay un ave sobre mí,

vuela alto donde no hay fin.

Y aunque el cielo no responda hoy,

sé que en su vuelo vas junto a mí.


Verso 3

Hay un ave, y no hay nada aquí,

solo el pulso de lo que aprendí:

ser fuerte en la tormenta gris,

y seguir, aunque duela el porvenir.


Puente

Tus manos aún guían mi andar,

invisibles como el respirar.

En la calma de este atardecer,

te escucho sin verte volver.


Coro Final

Padre, hay un ave sobre mí,

vuela alto, pero aún te oí.

En su canto, susurra el amor

de un hijo que no olvida quién fue.


Cierre (voz suave)

Hay un ave…

y aunque no estés aquí,

sigues en mí.

"Elaia, la montaña que respira"


Cuentan los ancianos del Valle de Lierna que en lo más alto del mundo, donde el sol solo se atreve a rozar las cimas con dedos tímidos, existe una montaña que respira. No es una figura metafórica ni una leyenda para asustar a los niños; la montaña, llamada el Pico Sombrío, exhala en la noche una niebla helada que cubre la aldea entera cuando la luna está llena.


Durante siglos, nadie se atrevió a escalarla. No por el frío, ni por las grietas invisibles bajo la nieve, sino por el guardián que vive en su cúspide: un ser forjado de roca y viento, con ojos como carbones encendidos y un corazón que late con los truenos de la tormenta.

Pero un día, una joven llamada Elaia, nacida en el silencio del invierno, decidió ascender. No lo hizo por valentía, ni por fama, sino porque su hermano había desaparecido entre las nubes del pico el año anterior, y el eco de su voz seguía bajando con el viento.

Elaia subió con pasos firmes, desafiando el rugido del viento y la sombra que cubría la cara oculta del pico. Al llegar a la cima, encontró una figura solitaria tallada en hielo y piedra: el Guardián. No era un monstruo, sino un viejo dios olvidado, condenado a proteger el secreto del Pico Sombrío.

El secreto no era una joya ni un poder arcano. Era la Memoria del Mundo, un lugar donde el tiempo se detenía y los que eran olvidados por la tierra vivían en la niebla. Allí estaba su hermano, congelado en el instante exacto en que desapareció, sonriendo.

Elaia, con lágrimas calientes que se evaporaban al tocar el aire, le habló al Guardián. No pidió milagros. Solo pidió recordar. El dios, conmovido por la pureza de su corazón, le concedió un instante. Su hermano abrió los ojos. Le dijo adiós.

Desde entonces, cada vez que la niebla baja del Pico Sombrío, los aldeanos la saludan con respeto. Saben que no es peligro, sino recuerdo, y que en lo alto de la montaña, alguien vela por los que ya no están.